Por Gabriel Bermúdez
Hace unos años, cuando trabajaba para un medio cooperativo, la joven periodista María se interesó por el reparto de la pauta oficial que hacía el municipio donde vivía.
Buscó las cifras, investigó y elaboró un informe revelador sobre los montos otorgados y el sesgo en la distribución, sin más criterio a la vista que simplemente “la llegada al público”. La elogiaron por su labor.
Hoy María, aún joven, pero con algunos años de experiencia, se desempeña en el área de comunicación de aquel mismo municipio.
Pese a que cambió de sello político, el gobierno local mantiene la arbitrariedad en el reparto de la torta publicitaria, cada vez más concentrada en pocas manos, que parecen muchas, pero terminan siendo las mismas con otros nombres (aunque no muy diferentes). Esta descripción de un caso real, aunque con un nombre ficticio, ocurre en un (¿solo en uno?) municipio del sudoeste de la provincia de Buenos Aires donde ejerzo como monitor desde hace 2008.
En mi criterio, constituye una de las principales amenazas al ejercicio de la libertad de expresión en la región, desde el punto de vista del profesional. También nos afecta como miembros de una comunidad, cada vez con menos voces transparentes y genuinas.
Contribuyen a este resultado, la profundizada escasez de opciones válidas y sustentables para ejercer la actividad periodística y una degradación en ascenso en las condiciones laborales.
Al calor de ese contexto, los jóvenes que, como María, eligieron al periodismo por vocación y para “contar la verdad”, buscan sostenerse como pueden dentro de un sistema que apenas les ofrece atajos o caminos sin salida.