Por Alejandro Suárez
Ser monitor de libertad de expresión en la provincia de Buenos Aires y especialmente en el Conurbano, es una tarea compleja. Y lo es porque, además de identificar y confirmar cada caso de ataque o intimidación a un colega, suma la dificultad de verificar si ese supuesto colega realmente lo es, o no.
Desde hace años vimos crecer el fenómeno de los “periodistas militantes”, comunicadores que motivados por generosas pautas publicitarias ponen entusiastamente su prédica al servicio de su proveedor oficial, que muchas veces, además, es su único auspiciante.
Y la mala costumbre no es privativa de un solo partido político. Las pruebas están a la vista. Con sólo encender la televisión y hacer zapping, podemos encontrarnos en el País de las Maravillas o en Viernes 13, aunque quien esté al aire en ese momento esté analizando exactamente el mismo hecho.
La falta de profesionalismo es tan grande que hay pantallas, sitios de Internet o prensa escrita, donde jamás aparecen políticos ajenos al pensamiento que se dicta como un mantra que no admite cuestionamiento alguno desde sus respectivas direcciones.
Esto mismo ocurre, sin tanta tecnología, pero multiplicado por cientos, en una zona donde el alineamiento y la bajada de línea de los diversos oficialismos hacia medianos y pequeños medios ya es tan obvia que nadie intenta disimularlos.
Por eso, al monitorear, también tenemos una tarea extra: separar la paja del trigo. Diferenciar un ataque a la libertad de expresión de la guerra interna de un partido político o de una enemistad con un origen muy ajeno a la profesión.
Una amenaza cierta de censura de una operación política. Una supuesta persecución, de un soborno. Se trata nada menos que de volver a las fuentes, escuchar las dos campanas, tener el respaldo probatorio suficiente para aquello que afirmamos, ser lo más objetivos posible y, como siempre dice un respetado colega y profesor universitario, no llamar periodismo a lo que no es periodismo.